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24jul.

Homilía de Mons. Piergiorgio Bertoldi, nuevo Nuncio Apostólico en la República Dominicana,

Queridos amigos

el filósofo Martín Buber, que como pocos supo pensar el enigma y el sentido de nuestra humanidad, escribió: “El mundo no es comprensible, pero es abarcable”. Con esa frase no sólo se refiere al mundo que está fuera de nosotros, sino también al mundo específicamente humano, al universo interior, a esa porción de única experiencia y misterio que surge a lo largo del tiempo, con cada persona, de manera. Y del mismo modo pensado en las relaciones y afectos que somos capaces de tejer. Empezando por la amistad. Los límites de la comprensión tienen que ver con el hecho de que el otro sigue siendo otro e, incluso cuando está más cerca de nosotros, nunca deja de ser irreductible a nosotros. En la amistad esto no es un problema, es más, es un enriquecimiento.Buber enseñaba: “El mundo no es comprensible”. Siempre llega un momento en que debemos decirnos a nosotros mismos: “lo más importante no es comprender”, “lo más importante es abrazar”, y abrazar incluso aquello que no comprendemos. Porque la grandeza del abrazo está en que llega, muchas veces, donde no llega la comprensión.

         Queridos amigos,

siento como propias las reflexiones de Martín Buber al iniciar mi misión en tierra dominicana, que me ha abrazado desde antes de mi llegada en la cálida acogida de los Obispos de esta Conferencia Episcopal, en la simpatía de las Autoridades que me han brindado su bienvenida, pero también la afectuosa amabilidad de los simples católicos dominicanos que, tras mi nombramiento como Nuncio en este hermoso país, me pidieron amistad en Facebook. A ellos les pido disculpas por no responder, pero si lo hubiera hecho, me temo que ya no tendría tiempo para servir a esta querida Iglesia, pero gracias, gracias de todo corazón.

Pablo Neruda en sus versos asegura:

“ En tu abrazo yo abrazo lo que existe,
la arena, el tiempo, el árbol de la lluvia,
y todo vive para que yo viva:
sin ir tan lejos puedo verlo todo” (Soneto VIII)

Gracias por vuestro abrazo, gracias a todos, porque en ese abrazo siento la esperanza de poder encontrarles y conocerles, de poder anunciarles el Evangelio y de poder descubrir lo que, con el Evangelio en la mano, han construido de belleza y de bondad en esta su patria.

Permítanme en este momento expresar un saludo muy cordial y entrañable para el recién elegido Presidente de la Conferencia Episcopal Dominicana, Mons. Héctor Rafael Rodríguez Rodríguez al cual acabo de entregar de manera formal la carta oficial de mi nombramiento; para el querido Cardenal Emérito, Su Eminencia Nicolás de Jesús López Rodríguez; para los Sres. Arzobispos de Santo Domingo y Santiago de los Caballeros, y para los nueve obispos ordinarios, los cuatro auxiliares, y los ocho eméritos, juntos con todos los sacerdotes diáconos religiosos y religiosas.

         En las personas de los Sres. Obispos, vaya también el saludo personal y colectivo para los fieles del Ordinariato Militar, y las diócesis de: Baní, San Juan de la Maguana, Barahona, San Pedro de Macorís, Nuestra Señora de la Altagracia de Higüey, La Vega, San Francisco de Macorís, Mao-Monte Cristi, y Puerto Plata. Ya, desde este momento les hago un ruego: enséñenme a amar de corazón esta tierra, para servirla de verdad y como ustedes lo merecen. Deseo hacer mío, desde ahora el lema pastoral que preside todo este año: “Con Jesucristo, en comunidad, practiquemos la honestidad”. En este mes de julio concretado en practicar La honestidad en la calle.

Aquí también quiero agradecer a Monseñor Jain Méndez, a quien conozco desde hace treinta años por haber gestionado, en su papel de Encargado de Negocios, la transición de mi llegada a suelo dominicano con profundo amor a esta Iglesia y cariño hacia mi persona. Muchas gracias Monseñor Jain, el Señor te siga pagando, con sus dones, lo que humanamente no podemos ni sabemos hacer.

Volviendo a los abrazos, hay uno particular.

Con su vida y su muerte, Jesús de Nazaret bajó a abrazar todos nuestros silencios, incluso los abismales, incluso los remotos, para reafirmar la vida como posibilidad de salvación. Abrazó el silencio de nuestros impases, de lo que calla en nosotros o sobre nosotros; el silencio en el que nuestras fuerzas se derrumban y nos dejan a merced del miedo y la sombra que nos asedian; ese silencio impreciso e íntimo que demasiadas veces parece irresoluble, el silencio de esa indefinición inquieta que somos nosotros, entre el ya y el todavía no nuevamente. Ha abrazado este tiempo amasado con la derrota y la esperanza, este tiempo que duele como una espina que queda después de haber arrancado la rosa. Ha abrazado el silencio de la vida desnuda, vulnerable, indefensa o herida, la vida que ninguna ciudad acoge, la vida bloqueada por el alambre de espino de las fronteras, marcada sin piedad para ser enviada a la basura. Ha acogido el silencio de todas las víctimas de la historia, el silencio aterrador de la injusticia, la hoja ciega de la violencia, el grito sin voz de los excluidos, el silencio impuesto a los pobres, la última mirada, inmensa y silenciosa, que los justos lanzan sobre la tierra. En verdad, no hay nada ni nadie que Jesús no haya abrazado o esté dispuesto a abrazar. La amistad de Jesús nos recuerda que Dios pone una coma donde creíamos que sólo era posible un punto final.

Todo esto está entre las líneas del Evangelio que hemos escuchado, donde, en la primera parábola, se nos presentaba el problema del mal, ese mal abrazado por Jesús en la cruz.

El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo

El primer punto es que esta parábola es para los discípulos a los que se dirige, es para nosotros, porque precisamente el discípulo que busca el bien se encuentra con el mal, el que hace el mal está perfectamente bien con ello, no se da cuenta. El discípulo que busca el bien primero ve que hay mal fuera, luego, cuando cree que está bien protegido contra el mal exterior, dice: ¿Pero cómo, también lo hay en mi hermano? ¿Cómo es posible que también esté en mí? Ese es el gran problema.

Pero es interesante que la parábola comience diciendo: Un hombre sembró buena semilla, semilla hermosa en su campo, es decir, originalmente la semilla es hermosa, por lo que el principio no es el mal: el hombre es hermoso, la semilla que recibe de la palabra de Dios es hermosa, el bien está en el origen, el mal nunca es original, sólo es parasitario, sólo es una falta de bien, sólo es un fracaso. Pero lo que está en el origen es bueno, y lo que está en el origen está siempre al final.

El mal viene después, no es original, ya existe el bien y el mal llega de forma sutil, oculta, en el sueño, mientras el hombre no está despierto. De hecho, el mal nunca es fruto de la maldad, es más bien fruto del descuido, de la estupidez, del error, de la oscuridad. El mal viene dormido y viene del enemigo.

En el libro del Génesis, ¿cuál es la buena semilla y cuál es la mala semilla, la mala hierba? La buena semilla es porque el hombre no tiene especie en el Génesis; mientras que todos los demás son según su especie, tienen una semilla; el hombre, en cambio, no tiene semilla, su semilla es la palabra de Dios y se convierte en la palabra que oye. Así que la buena semilla es la palabra de Dios que es palabra de verdad y la palabra de verdad da confianza, da esperanza y da amor. Esta es la buena semilla del Reino.

La mala semilla, en cambio, es la palabra de mentira, el veneno de la boca de la serpiente. ¿Y qué da la mentira? Da desconfianza, quita la esperanza, produce egoísmo. Así que estas son las dos semillas y el hombre puede convertirse en una o en otra, sin embargo tenemos las dos. La original es la primera, en la segunda se entra.

Por cierto, en griego cizaña está siempre en plural, cizañes; mientras que grano está siempre en singular. Porque el bien es único y variado, con infinitos sabores, como el fruto del Espíritu que es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, libertad. El mal, en cambio, es múltiple, de hecho está dividido, pero siempre es igual a sí mismo, una cizaña es igual a otra; porque el mal es siempre la falta del bien.

El mal es siempre lo mismo, es siempre dividido y múltiple. El bien, en cambio, siempre está unido y es diferente. Esto va contra los intentos de homologación; y el origen del mal es precisamente la homologación, no admitir lo otro, la diversidad; la diversidad fundante que es Dios.

Jesús desde la cruz nos abraza y con nosotros abraza la fatiga de vivir, la fatiga de reconocer el mal y no sucumbir a el, sino resucitar con Cristo a la esperanza activa de creyentes que construyen el bien.

San Agustín, como recordaba el Papa Benedicto XVI (Ángelus 17 de julio de 2011) comentando esta parábola, observa que «muchos, primero son cizaña, y luego se convierten en trigo». Y añade: «Si estos, cuando son malos, no fueran tolerados con paciencia, no llegarían al laudable cambio» (Quaest. septend. in Ev. sec. Matth., 12, 4: pl 35, 1371).

También nosotros hemos sido, y a veces seguimos siendo, cizaña, pero por la gracia recibida en el bautismo nos convertimos en constructores del bien.

No olvidemos nuestra verdadera llamada y vocación a la santidad. En este sentido, que el Señor nos conceda, muy pronto, ver en los altares a los siervos de Dios que están ya en proceso de ello: Beato Cardenal Ciriaco Sancha, padre Emiliano Tardif y padre Francisco Fantino Falco.

El Papa Francisco comentó sobre esto “Dios sabe esperar. Él mira el «campo» de la vida de cada persona con paciencia y misericordia: ve mucho mejor que nosotros la suciedad y el mal, pero ve también los brotes de bien y espera con confianza que maduren. Dios es paciente, sabe esperar. Qué hermoso es esto: nuestro Dios es un padre paciente, que nos espera siempre y nos espera con el corazón en la mano para acogernos, para perdonarnos. Él nos perdona siempre si vamos a Él” (Ángelus, 20 de julio de 2014).

¿Qué mensaje quisiera transmitir a todos los presentes en este día tan significativo?... - Hace casi un año, celebrábamos, con la solemnidad que el acto requería, el centenario de la coronación canónica de Nuestra Señora de la Altagracia. El día 15 de agosto, nuestro querido Papa Francisco, enviaba un mensaje al Pueblo Dominicano, donde se nos decía: “Dios nos ha dado en la Virgen una señal de su cercanía y de la infinita ternura con que Él nos cuida. La mirada amorosa de la Madre contemplando al Niño que duerme, confiado en su regazo, es una invitación para que aprendamos a ver, a través de sus ojos, a Jesús presente en nuestros prójimos, y a recordar que formamos parte de una misma familia humana llamada a la convivencia fraterna y solidaria. La Virgen de la Altagracia ha sido, para el pueblo dominicano, fuente de unidad en los momentos difíciles, y mano segura que sostiene en las contrariedades que se presentan en el diario caminar”.

No son momentos fáciles los que estamos viviendo, ni en este pueblo y ni en la humanidad en su conjunto. Son tiempos “recios”, como hablaba santa Teresa de Jesus. En este sentido, me es grato recordar, igualmente, el mensaje que Mons. Edgar Peña Parra, Sustituto de la Secretaría de Estado y enviado especial del Papa para el evento de dicha coronación, nos dejó: sigamos defendiendo la vida, desde su origen hasta su final; continuemos fortaleciendo la familia; y, sobre todo, apostemos por el necesario relevo generacional: “pensemos especialmente en los jóvenes, que son el futuro de este querido País y de la humanidad. ¡Jóvenes dominicanos!, pido a Nuestra Señora de la Altagracia que les dé fortaleza en la fe y que los conduzca a Jesucristo, porque sólo en Él encontrarán respuesta a todas sus inquietudes y anhelos; sólo Él puede apagar la sed de sus corazones. La fe cristiana nos enseña que vale la pena trabajar por una sociedad más justa; que vale la pena defender al inocente, al oprimido y al pobre; que vale la pena sacrificarse para que triunfe la civilización del amor”.

Además, de la lucha por la vida, de la defensa de la familia, y de la opción por los jóvenes, pido a la Virgen de las Mercedes, nuestra patrona, y  a nuestra Señora de la Altagracia, Reina y Protectora, que cuidemos de los hermanos más pobres y desvalidos; que fomentemos las vocaciones a la vida consagrada y al sacerdocio ministerial; que apoyemos decididamente nuestras escuelas y universidades católicas, y las iniciativas en medios de comunicación con las nuevas tecnologías; y que dediquemos tiempo y recursos suficientes a formar y consolidar toda la riqueza y pluralidad de los movimientos laicales, y de las comunidades parroquiales; son el presente y el futuro de nuestra Iglesia.

Hermanos y hermanas: el Santo Padre me ha pedido que les salude y que, en su nombre, los bendiga: a ustedes, aquí presentes, a las autoridades públicas, y a todos los fieles de esta hermosa tierra; también me ha pedido que los aliente a orar con intensidad y a participar, según sus posibilidades, en la misma misión de una Iglesia de puertas abiertas, pobre y misericordiosa.

Últimas palabras, y no por ello menos reconocías y agradecidas, para las autoridades civiles: la Iglesia católica, sin buscar privilegios ni prebendas que no le corresponden, quiere hacer realidad lo que el Concilio Vaticano, en Gaudium et Spes (n. 76), nos urgió y que han venido repitiendo nuestros Papas desde entonces. Estamos al servicio de los ciudadanos, y de la dignidad y promoción de las personas, promoviendo una sana colaboración e independencia con el poder político. Juntos buscamos el bien integral de las personas, el bien común de la sociedad, la paz y el progreso en esta noble nación. Con una opción preferencial por los más pobres y desvalidos.

Por fin, hoy celebramos el Tercer Día Mundial de los Abuelos y los Ancianos, que este año tiene por lema “De generación en generación su misericordia”. Recemos por ellos y pidamos la gracia de poder aprovechar el tesoro de su experiencia y sabiduría para construir con ellos una Iglesia y una sociedad mejores y más misericordiosas. Lo hacemos extendiéndoles, especialmente a los que rezan con nosotros siguiendo esta Eucaristía a través de la televisión, el abrazo que intercambiamos en esta celebración, ese mismo abrazo respecto al cual Rainer María Rilke se preguntaba: “Nos tocamos. / ¿Con qué? / Con el batir de las alas. / Con las distancias mismas nos tocamos”. Un abrazo humilde que intuye que sólo podemos acercarnos, sin pretender apoderarnos del otro ni siquiera acceder a su plenitud, pero a ese otro, que reconozco como hermano, pedimos compartir la misma alegría del encuentro con el Señor Jesús.

Por favor, recientemente por mí. Ustedes estarán siempre presentes en la Eucaristía que celebraré cada día, y en las que, si Dios quiere, celebraré en las diversas diócesis, parroquias y comunidades que tendré el privilegio de visitar. Que el Espíritu Santo, que un día más rompa el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, nos asista con su gracia, con sus dones y sus carismas. Amén.

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